lunes, 16 de marzo de 2020




ACTIVIDADES DE CIENCIAS SOCIALES PARA 7MO GRADO A


PRIMERA SEMANA


1- DEMOCRACIAS Y DICTADURAS.

-INVESTIGAR EN DIVERSAS FUENTES LO SUCEDIDO EL 24 DE MARZO DE 1976.

2- LECTURA DE LAS FOTOCOPIAS QUE ESTÁN PEGADAS EN LA CARPETA : “EL GOLPE DE ESTADO DE 1976.” HOJA 1 Y 2. (LOS QUE ESTABAN FALTANDO,DEJO LAS FOTOCOPIAS SECRETARÍA)

DESPUÉS DE LEER CONTESTAR LAS SIGUENTES PREGUNTAS.
¿Quiénes eran los desaparecidos?
 ¿Quiénes eran los presos sin proceso (presos políticos)?
¿Quienes, los exiliados?


3- TRABAJAMOS CON EL LIBRO DE CIENCIAS SOCIALES DE ESTE AÑO.

-LECTURA DEL CAPITULO 6 PAG 60 A 69 Y LAS ACTIVIDADES.

SEGUNDA SEMANA

-RESOLVER LAS ACTIVIDADES DE LA PÁGINA 69. EN LA CARPETA.

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ACTIVIDADES DE PRÁCTICAS DEL LENGUAJE.

1- TEXTOS INFORMATIVOS.

BUSCAR INFORMACIÓN SOBRE EL DENGUE, SARAMPIÓN Y CORONAVIRUS. LOS ALUMNOS QUE NO REALIZARON ESTA ACTIVIDAD)

PREPARAR FOLLETOS DIGITALES CON DIFERENTES RECOMENDACIONES PARA PREVENIR ESTAS ENFERMEDADES.


CUENTOS FANTÁSTICOS.

LECTURA DE DIFERENTES CUENTOS FANTÁSTICOS.






























LA VENTANA ABIERTA. AUTOR SAKI.


Mi tía ya baja, señor Nuttel —dijo, muy segura de sí misma la jovencita, de unos quince
años —. Mientras tanto tendrá que conformarse con soportarme a mí.
Framton Nuttel hizo un esfuerzo por decir algo debidamente halagador para la sobrina y
que a la vez también dejase debidamente a salvo los méritos de la tía que estaba a punto
de bajar. Interiormente, dudaba cada vez más que esas visitas de cortesía a una serie de
totales desconocidos ayudaran a la cura de nervios que se suponía estaba empezando.
Sé muy bien lo que va a pasar —le había dicho su hermana cuando él estaba en los
preparativos de su retiro al campo—. Te enterrarás ahí y no hablarás con ser viviente y tus
nervios se pondrán peores a causa de la depresión. Voy a darte cartas de presentación para
todos los que conozco allí. Si no recuerdo mal, hay gente de lo más agradable.
La ventana abierta
Saki
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Framton se preguntaba si la señora Sappleton, a quien había ido a entregar una de esas
cartas, estaría en el grupo de la gente agradable.
¿Conoce a alguien por aquí? —preguntó la sobrina, cuando estimó que el silencio
compartido ya era demasiado.
Casi a nadie —dijo Framton—. Pero mi hermana estuvo aquí, en la vicaría, ¿sabe?, hace
unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas.
Dijo esto en un tono de clara pesadumbre.
Entonces, ¿no sabe prácticamente nada de mi tía? —continuó la jovencita segura de sí
misma.
Sólo su nombre y su dirección —reconoció el visitante.
Framton se preguntó si la señora Sappleton sería casada o viuda. En la sala se notaba algo
indefinible que hacía pensar en una presencia masculina.
La gran tragedia de su vida ocurrió precisamente hoy, hace tres años —dijo la jovencita—.
Debió pasar después que su hermana estuvo aquí.
¿Tragedia? —preguntó Framton. La idea de tragedia le parecía fuera de lugar en aquel
plácido rincón.
Usted se debe preguntar por qué tenemos esa puerta abierta de par en par un atardecer
de octubre —dijo la sobrina, señalando una amplia puerta ventanal que daba al césped.
Para ser esta época del año, casi hace calor —dijo Framton—, pero, ¿tiene algo que ver
con la tragedia esa puerta?
Hoy día se cumplen tres años desde que salieron por ahí, a pasar el día cazando, su
marido y sus dos hermanos menores. No regresarían jamás. Caminando hacia su lugar
preferido para cazar pájaros, cruzaban las marismas cuando, de pronto, un pantano
traicionero los devoró a los tres. Había sido un verano espantosamente húmedo, sabe, y
sitios que por años fueran seguros de repente se hundían sin avisar. Nunca encontraron
sus cuerpos… Y eso fue lo peor de todo.
Al llegar a este punto, la voz de la muchacha perdió su aire de seguridad y se volvió
temblorosamente humana.
Mi pobre tía sigue creyendo que algún día volverán, los tres, con su pequeño perro
castaño, que también desapareció con ellos. Y que entrarán por ahí por esa puerta tal
como solían hacerlo. Por eso permanece abierta todas las tardes hasta que anochece
por completo. ¡Pobre tía! Me ha contado tantas veces cómo se fueron: su marido, con
el blanco impermeable al brazo, y Ronnie, el más pequeño de sus hermanos, cantando
Bertie, ¿por qué saltas?”, para molestarla, como de costumbre, pues ella decía que no la
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soportaba. ¿Sabe…?, a veces, en tardes quietas y serenas como ésta, casi se me pone la piel
de gallina pensando que en verdad pudieran entrar los tres por esa puerta...
Medio estremecida, se interrumpió. Para Framton fue un alivio ver a la tía entrar en la
habitación, deshecha en disculpas por su demora en bajar.
Espero que Vera lo haya entretenido —dijo.
Y de manera muy interesante —agregó Framton.
Y espero que a usted no le moleste que tengamos esa puerta abierta —dijo la señora
Sappleton, muy rápido—. Mis hermanos y mi marido vuelven de sus cacerías directamente
a casa, y siempre entran por ahí. Hoy fueron a cazar pájaros en los pantanos, así que me
van a dejar un lindo desastre en las alfombras. Algo muy de ustedes, los hombres, ¿no es
verdad?
Continuó alegremente su charla sobre la caza y la escasez de aves y las perspectivas
de patos para el invierno. Framton hallaba todo eso simplemente siniestro. Hizo un
desesperado intento, que solo en parte fue exitoso, por llevar la conversación hacia un
tema menos horrible. Notaba que la señora Sappleton sólo le prestaba atención a medias,
y que sus ojos miraban por encima de él, hacia la puerta abierta y el césped de afuera. Vaya
coincidencia nefasta la de haber ido a visitarla el mismo día del trágico aniversario.
Los médicos están todos de acuerdo en recomendarme reposo absoluto, ausencia
total de excitaciones mentales y por ningún motivo ejercicios físicos violentos —anunció
Framton; vivía en la ilusión, notoriamente difundida, de que todos los desconocidos y
cualquiera que el azar nos presente, arden en ganas de conocer hasta los menores detalles
de nuestros achaques y enfermedades, así como su origen y tratamiento médico—. Es
respecto de la dieta —continuó—, que no están muy de acuerdo.
¿No? —dijo la señora Sappleton, con una voz que sólo al último instante logró disimular
un bostezo. Luego, repentinamente alerta, puso atención... pero no a lo que decía Framton.
¡Ahí están, por fin! —exclamó—. ¡Justo a tiempo para tomar el té! ¿Dime si no traen barro
hasta en los ojos?
Framton se estremeció ligeramente y dirigió a la sobrina una mirada que quería ser de
compasiva comprensión. La jovencita miraba hacia afuera, por la puerta abierta, con una
aterrada turbación en los ojos. Estremecido por un impulso de inmenso pavor, Framton
giró en su asiento y miró en la misma dirección que ellas.
En las crecientes sombras del crepúsculo, tres figuras avanzaban por el césped hacia la
puerta. Las tres con escopetas bajo el brazo y una de ellas, además, con un impermeable
blanco echado al hombro. Les pisaba los talones un exhausto perro color castaño. Se
acercaron a la casa sin el menor ruido hasta que, de pronto, una voz juvenil y ronca elevó
un canto en las tinieblas:
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—“Dime, Bertie, ¿por qué no brincas?…”
Framton agarró violentamente su bastón y su sombrero. La puerta de entrada, el sendero
de arena y la reja exterior fueron etapas que apenas notó en su resuelta retirada. Un ciclista
que venía por el camino se tuvo que lanzar contra unas matas para evitar un choque
inminente.
Estamos de vuelta, cariño —dijo entrando por la puerta abierta el hombre del
impermeable blanco—. Envueltos en barro, pero ya está medio seco. ¿Quién es ese que
salió como un rayo cuando nos vio?
—…Un tipo bastante raro, un tal señor Nuttel —dijo la señora Sappleton—. No habla más
que de sus enfermedades y, cuando ustedes llegaron, escapó a todo dar sin una palabra
de despedida o de excusa. Cualquiera diría que vio un fantasma.
Debe haber sido por el perro —dijo tranquilamente la sobrina—. Me dijo que tiene pavor
a los perros. Una vez, en la India, una jauría de perros de parias lo persiguió por las orillas
del Ganges hasta un cementerio. Tuvo que pasarse la noche en una fosa recién excavada,
con todos los animales gruñéndole y mostrando los dientes y echando espumarajos justo
encima de él. Eso debe de ser suficiente para que a cualquiera se le echen a perder los
nervios.
Inventar historias sin previo aviso era su especialidad.


2- BUSCAR LA BIOGRAFÍA DE SAKI, LEER Y COPIAR EN LA CARPETA LOS DATOS MÁS IPORTANTES DEL AUTOR.



- RESOLVER LAS SIGUENTES ACTIVIDADES EN LA CARPETA.







SEGUNDA SEMANA

3) LECTURA DE OTRO CUENTO :
La pata de mono
William W. Jacobs

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los
postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al
ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan
desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora
que tejía plácidamente junto a la chimenea.
Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de
que su hijo no lo advirtiera.
Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.
No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.
Mate —contestó el hijo.
Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con imprevista y
repentina violencia—. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es un
pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les
importa.
No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e
hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se
acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le
oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la
cara rojiza.
El sargento-mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les
dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el
dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre
sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés
a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—.
Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.
La pata de mono
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Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.
Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y,
suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor
White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una
pata de mono o algo por el estilo?
Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.
¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.
Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la
copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular —dijo
el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó
atentamente.
¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su
hijo, para mirarla.
Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre
muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y
que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres
pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.
¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
Se cumplieron —dijo el sargento.
¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.
La pata de mono
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Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera
fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el
señor White—. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo
haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo.
Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y
pagarme después.
Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los
pediría?
No sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la
recogió.
Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.
Si usted no la quiere, Morris, démela.
No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la guarda, no me
eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
¿Cómo se hace?
Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le
prevengo que debe temer las consecuencias.
Parece de las Mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a preparar la
mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de
alarma del sargento.
Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo
razonable.
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El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la
mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos,
escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo
Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el
último tren—, no conseguiremos gran cosa.
¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería
aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos.
Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo
todo lo que deseo.
Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —Dijo Herbert
poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert
puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes
graves.
Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito.
Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—. Se retorció
en mi mano como una víbora.
Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo
sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.
Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
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Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El
viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una
puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que
se levantaron para ir a acostarse.
Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama
dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada
encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en
ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rio,
molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la
brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo
y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol
invernal, se rio de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud
que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre
el aparador, no parecía terrible.
Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea, la
nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta
época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.
Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían
coincidencias —dijo el padre.
Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert,
levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que
repudiarte.
La madre se rio, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de
vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que
sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de
costumbres intemperantes.
Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.
Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi
mano. Puedo jurarlo.
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Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.
Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre
que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien
vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras.
El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del
almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente,
mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el
guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de
la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no
trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
Lo siento... —empezó el otro.
¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.
Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le
daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre.
Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le
tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.
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Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó
en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran
pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un
empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda
responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a los
servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al
visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos,
como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron
sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron
esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la
expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los
viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada
que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche,
estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se
incorporó en la cama para escuchar.
Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.
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Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia,
y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
La quiero. ¿No la has destruido?
Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no
pensaste?
¿Pensaste en qué? —preguntó.
En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.
¿No fue bastante?
No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide
que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
Dios mío, estás loca.
Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
Fue una coincidencia.
Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.
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El marido se volvió y la miró:
Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo
reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
¡Tráemelo! —Gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al
niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado
trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo
largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la
mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada.
Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
¡Pídelo! —gritó con violencia.
Es absurdo y perverso —balbuceó.
Pídelo —repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego,
temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y
levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo
traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había
consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras
vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama;
un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era
opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una
vela.
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Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender
otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de
entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el
golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
¿Qué es eso? —gritó la mujer.
Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su
marido la alcanzó.
¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me
había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir
la puerta.
Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.
¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la
llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el
cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer
acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante
encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó
retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y
desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.




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