ACTIVIDADES
DE CIENCIAS SOCIALES PARA 7MO GRADO A
PRIMERA
SEMANA
1-
DEMOCRACIAS Y DICTADURAS.
-INVESTIGAR
EN DIVERSAS FUENTES LO SUCEDIDO EL 24 DE MARZO DE 1976.
2-
LECTURA DE LAS FOTOCOPIAS QUE ESTÁN PEGADAS EN LA CARPETA : “EL
GOLPE DE ESTADO DE 1976.” HOJA 1 Y 2. (LOS QUE ESTABAN
FALTANDO,DEJO LAS FOTOCOPIAS SECRETARÍA)
DESPUÉS
DE LEER CONTESTAR LAS SIGUENTES PREGUNTAS.
¿Quiénes
eran los desaparecidos?
¿Quiénes
eran los presos sin proceso (presos políticos)?
¿Quienes,
los exiliados?
3-
TRABAJAMOS CON EL LIBRO DE CIENCIAS SOCIALES DE ESTE AÑO.
-LECTURA
DEL CAPITULO 6 PAG 60 A 69 Y LAS ACTIVIDADES.
SEGUNDA SEMANA
-RESOLVER
LAS ACTIVIDADES DE LA PÁGINA 69. EN LA CARPETA.
------------------------------------------------------------------------------------------------------
1-
TEXTOS INFORMATIVOS.
BUSCAR
INFORMACIÓN SOBRE EL DENGUE, SARAMPIÓN Y CORONAVIRUS. LOS ALUMNOS
QUE NO REALIZARON ESTA ACTIVIDAD)
PREPARAR FOLLETOS DIGITALES
CON DIFERENTES RECOMENDACIONES PARA PREVENIR ESTAS ENFERMEDADES.
LECTURA
DE DIFERENTES CUENTOS FANTÁSTICOS.
LA
VENTANA ABIERTA. AUTOR SAKI.
—Mi
tía ya baja, señor Nuttel —dijo, muy segura de sí misma la
jovencita, de unos quince
años
—. Mientras tanto tendrá que conformarse con soportarme a mí.
Framton
Nuttel hizo un esfuerzo por decir algo debidamente halagador para la
sobrina y
que
a la vez también dejase debidamente a salvo los méritos de la tía
que estaba a punto
de
bajar. Interiormente, dudaba cada vez más que esas visitas de
cortesía a una serie de
totales
desconocidos ayudaran a la cura de nervios que se suponía estaba
empezando.
—Sé
muy bien lo que va a pasar —le había dicho su hermana cuando él
estaba en los
preparativos
de su retiro al campo—. Te enterrarás ahí y no hablarás con ser
viviente y tus
nervios
se pondrán peores a causa de la depresión. Voy a darte cartas de
presentación para
todos
los que conozco allí. Si no recuerdo mal, hay gente de lo más
agradable.
La
ventana abierta
Saki
2
Framton
se preguntaba si la señora Sappleton, a quien había ido a entregar
una de esas
cartas,
estaría en el grupo de la gente agradable.
—¿Conoce
a alguien por aquí? —preguntó la sobrina, cuando estimó que el
silencio
compartido
ya era demasiado.
—Casi
a nadie —dijo Framton—. Pero mi hermana estuvo aquí, en la
vicaría, ¿sabe?, hace
unos
cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas.
Dijo
esto en un tono de clara pesadumbre.
—Entonces,
¿no sabe prácticamente nada de mi tía? —continuó la jovencita
segura de sí
misma.
—Sólo
su nombre y su dirección —reconoció el visitante.
Framton
se preguntó si la señora Sappleton sería casada o viuda. En la
sala se notaba algo
indefinible
que hacía pensar en una presencia masculina.
—La
gran tragedia de su vida ocurrió precisamente hoy, hace tres años
—dijo la jovencita—.
Debió
pasar después que su hermana estuvo aquí.
—¿Tragedia?
—preguntó Framton. La idea de tragedia le parecía fuera de lugar
en aquel
plácido
rincón.
—Usted
se debe preguntar por qué tenemos esa puerta abierta de par en par
un atardecer
de
octubre —dijo la sobrina, señalando una amplia puerta ventanal que
daba al césped.
—Para
ser esta época del año, casi hace calor —dijo Framton—, pero,
¿tiene algo que ver
con
la tragedia esa puerta?
—Hoy
día se cumplen tres años desde que salieron por ahí, a pasar el
día cazando, su
marido
y sus dos hermanos menores. No regresarían jamás. Caminando hacia
su lugar
preferido
para cazar pájaros, cruzaban las marismas cuando, de pronto, un
pantano
traicionero
los devoró a los tres. Había sido un verano espantosamente húmedo,
sabe, y
sitios
que por años fueran seguros de repente se hundían sin avisar. Nunca
encontraron
sus
cuerpos… Y eso fue lo peor de todo.
Al
llegar a este punto, la voz de la muchacha perdió su aire de
seguridad y se volvió
temblorosamente
humana.
—Mi
pobre tía sigue creyendo que algún día volverán, los tres, con su
pequeño perro
castaño,
que también desapareció con ellos. Y que entrarán por ahí por esa
puerta tal
como
solían hacerlo. Por eso permanece abierta todas las tardes hasta que
anochece
por
completo. ¡Pobre tía! Me ha contado tantas veces cómo se fueron:
su marido, con
el
blanco impermeable al brazo, y Ronnie, el más pequeño de sus
hermanos, cantando
“Bertie,
¿por qué saltas?”, para molestarla, como de costumbre, pues ella
decía que no la
3
soportaba.
¿Sabe…?, a veces, en tardes quietas y serenas como ésta, casi se
me pone la piel
de
gallina pensando que en verdad pudieran entrar los tres por esa
puerta...
Medio
estremecida, se interrumpió. Para Framton fue un alivio ver a la tía
entrar en la
habitación,
deshecha en disculpas por su demora en bajar.
—Espero
que Vera lo haya entretenido —dijo.
—Y
de manera muy interesante —agregó Framton.
—Y
espero que a usted no le moleste que tengamos esa puerta abierta
—dijo la señora
Sappleton,
muy rápido—. Mis hermanos y mi marido vuelven de sus cacerías
directamente
a
casa, y siempre entran por ahí. Hoy fueron a cazar pájaros en los
pantanos, así que me
van
a dejar un lindo desastre en las alfombras. Algo muy de ustedes, los
hombres, ¿no es
verdad?
Continuó
alegremente su charla sobre la caza y la escasez de aves y las
perspectivas
de
patos para el invierno. Framton hallaba todo eso simplemente
siniestro. Hizo un
desesperado
intento, que solo en parte fue exitoso, por llevar la conversación
hacia un
tema
menos horrible. Notaba que la señora Sappleton sólo le prestaba
atención a medias,
y
que sus ojos miraban por encima de él, hacia la puerta abierta y el
césped de afuera. Vaya
coincidencia
nefasta la de haber ido a visitarla el mismo día del trágico
aniversario.
—Los
médicos están todos de acuerdo en recomendarme reposo absoluto,
ausencia
total
de excitaciones mentales y por ningún motivo ejercicios físicos
violentos —anunció
Framton;
vivía en la ilusión, notoriamente difundida, de que todos los
desconocidos y
cualquiera
que el azar nos presente, arden en ganas de conocer hasta los menores
detalles
de
nuestros achaques y enfermedades, así como su origen y tratamiento
médico—. Es
respecto
de la dieta —continuó—, que no están muy de acuerdo.
—¿No?
—dijo la señora Sappleton, con una voz que sólo al último
instante logró disimular
un
bostezo. Luego, repentinamente alerta, puso atención... pero no a lo
que decía Framton.
—¡Ahí
están, por fin! —exclamó—. ¡Justo a tiempo para tomar el té!
¿Dime si no traen barro
hasta
en los ojos?
Framton
se estremeció ligeramente y dirigió a la sobrina una mirada que
quería ser de
compasiva
comprensión. La jovencita miraba hacia afuera, por la puerta
abierta, con una
aterrada
turbación en los ojos. Estremecido por un impulso de inmenso pavor,
Framton
giró
en su asiento y miró en la misma dirección que ellas.
En
las crecientes sombras del crepúsculo, tres figuras avanzaban por el
césped hacia la
puerta.
Las tres con escopetas bajo el brazo y una de ellas, además, con un
impermeable
blanco
echado al hombro. Les pisaba los talones un exhausto perro color
castaño. Se
acercaron
a la casa sin el menor ruido hasta que, de pronto, una voz juvenil y
ronca elevó
un
canto en las tinieblas:
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—“Dime,
Bertie, ¿por qué no brincas?…”
Framton
agarró violentamente su bastón y su sombrero. La puerta de entrada,
el sendero
de
arena y la reja exterior fueron etapas que apenas notó en su
resuelta retirada. Un ciclista
que
venía por el camino se tuvo que lanzar contra unas matas para evitar
un choque
inminente.
—Estamos
de vuelta, cariño —dijo entrando por la puerta abierta el hombre
del
impermeable
blanco—. Envueltos en barro, pero ya está medio seco. ¿Quién es
ese que
salió
como un rayo cuando nos vio?
—…Un
tipo bastante raro, un tal señor Nuttel —dijo la señora
Sappleton—. No habla más
que
de sus enfermedades y, cuando ustedes llegaron, escapó a todo dar
sin una palabra
de
despedida o de excusa. Cualquiera diría que vio un fantasma.
—Debe
haber sido por el perro —dijo tranquilamente la sobrina—. Me dijo
que tiene pavor
a
los perros. Una vez, en la India, una jauría de perros de parias lo
persiguió por las orillas
del
Ganges hasta un cementerio. Tuvo que pasarse la noche en una fosa
recién excavada,
con
todos los animales gruñéndole y mostrando los dientes y echando
espumarajos justo
encima
de él. Eso debe de ser suficiente para que a cualquiera se le echen
a perder los
nervios.
Inventar
historias sin previo aviso era su especialidad.
2-
BUSCAR LA BIOGRAFÍA DE SAKI, LEER Y COPIAR EN LA CARPETA LOS DATOS
MÁS IPORTANTES DEL AUTOR.
-
RESOLVER LAS SIGUENTES ACTIVIDADES EN LA
CARPETA.
SEGUNDA
SEMANA
3)
LECTURA DE OTRO CUENTO :
La
pata de mono
William
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La
noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum
Villa, los
postigos
estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al
ajedrez;
el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en
tan
desesperados
e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora
que
tejía plácidamente junto a la chimenea.
—Oigan
el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y
trataba de
que
su hijo no lo advirtiera.
—Lo
oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.
—No
creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el
tablero.
—Mate
—contestó el hijo.
—Esto
es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con
imprevista y
repentina
violencia—. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es
un
pantano.
No sé qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no
les
importa.
—No
te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la
próxima vez.
El
señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad
entre madre e
hijo.
Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
—Ahí
viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos
que se
acercaban.
Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta;
le
oyeron
condolerse con el recién venido.
Luego,
entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes
y la
cara
rojiza.
—El
sargento-mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El
sargento les
dio
la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con
satisfacción que el
dueño
de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de
cobre
sobre
el fuego.
Al
tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia
miraba con interés
a
ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos
extraños.
—Hace
veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su
hijo—.
Cuando
se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
—No
parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.
La
pata de mono
William
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3
mrpoecrafthyde.com
—Me
gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un
vistazo.
—Mejor
quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el
vaso y,
suspirando
levemente, volvió a sacudir la cabeza.
—Me
gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el
señor
White—.
¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días,
de una
pata
de mono o algo por el estilo?
—Nada
—contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena
oír.
— ¿Una
pata de mono? —preguntó la señora White.
—Bueno,
es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.
Sus
tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el
forastero, llevó la
copa
vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
—A
primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de
particular —dijo
el
sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La
señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y
la examinó
atentamente.
— ¿Y
qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White
quitándosela a su
hijo,
para mirarla.
—Un
viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un
hombre
muy
santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los
hombres y
que
nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres
pueden
pedirle tres deseos.
Habló
tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
—Y
usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.
El
sargento lo miró con tolerancia.
—Las
he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.
— ¿Realmente
se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
—Se
cumplieron —dijo el sargento.
— ¿Y
nadie más pidió? —insistió la señora.
La
pata de mono
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mrpoecrafthyde.com
—Sí,
un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió;
la tercera
fue
la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló
con tanta gravedad que produjo silencio.
—Morris,
si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo,
finalmente, el
señor
White—. ¿Para qué lo guarda?
El
sargento sacudió la cabeza:
—Probablemente
he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo
haré.
Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere
comprarlo.
Algunos
sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y
pagarme
después.
—Y
si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—,
¿los
pediría?
—No
sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó
la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al
fuego. White la
recogió.
—Mejor
que se queme —dijo con solemnidad el sargento.
—Si
usted no la quiere, Morris, démela.
—No
quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la
guarda, no me
eche
las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El
otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
— ¿Cómo
se hace?
—Hay
que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero
le
prevengo
que debe temer las consecuencias.
—Parece
de las Mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a
preparar la
mesa—.
¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El
señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al
ver la expresión de
alarma
del sargento.
—Si
está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White—
pida algo
razonable.
La
pata de mono
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mrpoecrafthyde.com
El
señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris
a sentarse a la
mesa.
Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado.
Atraídos,
escucharon
nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
—Si
en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros
—dijo
Herbert
cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para
alcanzar el
último
tren—, no conseguiremos gran cosa.
— ¿Le
diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
—Una
bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—.
No quería
aceptarlo,
pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
—Sin
duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y
famosos.
Para
empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu
mujer.
El
señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con
perplejidad.
—No
se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que
tengo
todo
lo que deseo.
—Si
pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —Dijo
Herbert
poniéndole
la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.
El
padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el
talismán; Herbert
puso
una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos
acordes
graves.
—Quiero
doscientas libras —pronunció el señor White.
Un
gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White
dio un grito.
Su
mujer y su hijo corrieron hacia él.
—Se
movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—.
Se retorció
en
mi mano como una víbora.
—Pero
yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y
poniéndolo
sobre
la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.
—Habrá
sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo
ansiosamente.
Sacudió
la cabeza.
—No
importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
La
pata de mono
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mrpoecrafthyde.com
Se
sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus
pipas. El
viento
era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando
golpeó una
puerta
en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió
hasta que
se
levantaron para ir a acostarse.
—Se
me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de
la cama
—dijo
Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible,
agazapada
encima
del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes
ilegítimos.
Ya
solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y
vio caras en
ellas.
La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro;
se rio,
molesto,
y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar
la
brasa;
sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en
el abrigo
y
subió a su cuarto.
II
A
la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del
sol
invernal,
se rio de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica
salud
que
faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia,
tirada sobre
el
aparador, no parecía terrible.
—Todos
los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué
idea, la
nuestra,
escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta
época?
Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
—Pueden
caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.
—Según
Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían
coincidencias
—dijo el padre.
—Bueno,
no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo
Herbert,
levantándose
de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que
repudiarte.
La
madre se rio, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el
camino; de
vuelta
a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin
embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y
cuando vio que
sólo
traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los
militares de
costumbres
intemperantes.
—Me
parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.
—Sin
duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se
movió en mi
mano.
Puedo jurarlo.
La
pata de mono
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—Habrá
sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.
—Afirmo
que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su
mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un
hombre
que
rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba
bien
vestido
y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas
libras.
El
hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a
llamar.
Apresuradamente,
la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del
almohadón
de la silla.
Hizo
pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba
furtivamente,
mientras
ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y
por el
guardapolvo
del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo
de
la
visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
—Vengo
de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.
La
señora White tuvo un sobresalto.
— ¿Qué
pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su
marido se interpuso.
—Espera,
querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no
trae
malas noticias, señor.
Y
lo miró patéticamente.
—Lo
siento... —empezó el otro.
— ¿Está
herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El
hombre asintió.
—Mal
herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.
—Gracias
a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a
Dios.
Bruscamente
comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le
daban
y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del
hombre.
Retuvo
la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender,
y le
tomó
la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
—Lo
agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.
La
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—Lo
agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.
Se
sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer,
la apretó
en
la suya, como en sus tiempos de enamorados.
—Era
el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.
El
otro se levantó y se acercó a la ventana.
—La
compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta
gran
pérdida
—dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan
sólo un
empleado
y que obedezco las órdenes que me dieron.
No
hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
—Se
me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda
responsabilidad
en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a
los
servicios
prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El
señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con
terror al
visitante.
Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
—Doscientas
libras —fue la respuesta.
Sin
oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente,
extendió los brazos,
como
un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En
el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer
dieron
sepultura
a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo
pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron
esperando
alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y
la
expectativa
se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los
viejos,
que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían
nada
que
decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una
semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la
noche,
estiró
la mano y se encontró solo.
El
cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto
contenido. Se
incorporó
en la cama para escuchar.
—Vuelve
a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.
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mrpoecrafthyde.com
—Mi
hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.
Los
sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama
estaba tibia,
y
sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo
despertó.
—La
pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.
El
señor White se incorporó alarmado.
— ¿Dónde?
¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella
se acercó:
—La
quiero. ¿No la has destruido?
—Está
en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la
quieres?
Llorando
y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
—Sólo
ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no
pensaste?
— ¿Pensaste
en qué? —preguntó.
—En
los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido
uno.
— ¿No
fue bastante?
—No
—gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala
pronto y pide
que
nuestro hijo vuelva a la vida.
El
hombre se sentó en la cama, temblando.
—Dios
mío, estás loca.
—Búscala
pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!
El
hombre encendió la vela.
—Vuelve
a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro
primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
—Fue
una coincidencia.
—Búscala
y desea —gritó con exaltación la mujer.
La
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El
marido se volvió y la miró:
—Hace
diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa,
lo
reconocí
por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo
vieras...
— ¡Tráemelo!
—Gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que
temo al
niño
que he criado?
El
señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a
la repisa.
El
talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no
formulado
trajera
a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del
cuarto.
Perdió
la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la
mesa y a lo
largo
de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno
objeto en la
mano.
Cuando
entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció
cambiada.
Estaba
ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
— ¡Pídelo!
—gritó con violencia.
—Es
absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo
—repitió la mujer.
El
hombre levantó la mano:
—Deseo
que mi hijo viva de nuevo.
El
talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con
terror. Luego,
temblando,
se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana
y
levantó
la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del
alba lo
traspasó.
A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había
consumido;
hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras
vacilantes.
Con
un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre
volvió a la cama;
un
minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su
lado.
No
hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La
oscuridad era
opresiva;
el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar
una
vela.
La
pata de mono
William
W. Jacobs
11
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Al
pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo
para encender
otro;
simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la
puerta de
entrada.
Los
fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se
repitió el
golpe.
Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
— ¿Qué
es eso? —gritó la mujer.
—Un
ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La
mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
— ¡Es
Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta,
pero su
marido
la alcanzó.
— ¿Qué
vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
— ¡Es
mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la
soltara—. Me
había
olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo
que abrir
la
puerta.
—Por
amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.
— ¿Tienes
miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya
voy.
Hubo
dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la
siguió y la
llamó,
mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó
el
cerrojo;
y luego, la voz de la mujer, anhelante:
—La
tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero
el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de
mono.
—Si
pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los
golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que
su mujer
acercaba
una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo
instante
encontró
la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último
deseo.
Los
golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa.
Oyó
retirar
la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera;
y un largo y
desconsolado
alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta
el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
el
portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
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